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sábado, 17 de marzo de 2012

Jose Ismael Camacho Arango (March 16, 1926 - October 21, 1995) - Online Memorial Website

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Ismael Camacho Arango

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Maria

Homero bailaba alrededor del árbol de la vida, asustando a las ardillas que lo miraban desde el muro. Las últimas palabras de José no tenían ningún sentido, como todo lo demás en su vida, mientras que se sentaba entre las enredaderas del jardín, que su madre había cuidado antes de que se fuera a un sitio mejor.

“Donde estas?” Homero dijo.

La memoria de su madre lo llevo a otros tiempos, en los que él jugaba solo en el patio, donde el barro se hacinaba por los baldosines del caminito bajo el árbol, cobijándolo del sol y la lluvia. José estaría escondido entre los rosales, o la maleza creciendo por la pared.

“Hola,” una voz interrumpió sus pensamientos.

La chica más hermosa del mundo lo miraba al lado de la puerta, con un vestido que dejaba ver sus curvas a la luz del sol, pero entonces ella se movió, sacándolo del sueño de sus pensamientos.

“Tu existes,” el dijo.

Su risa interrumpió el silencio del mundo.

“Soy la hija de Miguel,” ella dijo.

El hombre que ayudaba en el almacén era Miguel, y esta chica bellísima seria su hija. El perro de enseguida interrumpió la conversación con sus gruñidos, trayéndole tragedia a su corazón enamorado por primera vez.

“A mí no me gustan los perros,” ella dijo.

Ellos corrieron a la cocina, donde la mesa estaba llena de cosas que Miguel había dejado allí antes de abrir el almacén.

“Siéntate acá,” Homero quito unos cuantos jotos de un asiento al lado de la pared.

“No te preocupes,” ella dijo.

“Quiero que veas mis fotos.”

Después de empujar unos cosas llenas de polvo, él le dejo espacio para que ella se sentara como una reina entre el desorden del siglo.

“Mis padres vinieron aquí en un barco grande,” él le dijo.

“Ha debido de costar mucho.”

“Tenía muchos pisos y ventanas,” Homero dijo.

Al tomar un álbum de fotos de encima del almario, nubes de polvo hicieron que ella tosiera por un tiempo.

“Perdóname,” Homero dijo.

Ella se limpio la cara con una toalla que Homero encontró en el desorden de la cocina, pues nunca le quedaba tiempo de organizar su vida.

“Estas son las fotos de nuestro viaje,” él le paso un álbum envuelto en una funda plástica.

Ella dejo marcas en la cubierta al cogerlo con sus manos finas, mientras Homero le traía un vaso de agua, para mejorarla de la toz.

“Gracias,” ella dijo.

“Esta es mi familia en el barco,” él le mostro una de las fotos donde sus padres miraban al horizonte.

“Ese eres tú?” ella pregunto.

El asintió. “Es el día en el que deje a mi tierra para siempre.”

Homero le ofreció unas galletas del mercado, al tiempo que hablaba de sus padres, perdidos en el mar de sus recuerdos, entre las fotos que guardaba de ellos en la cocina.

“Parece que fuera ayer que estaban vivos,” le dijo.

“Lo siento mucho,” ella dijo.

María comía las galletas, sin importarle que Homero sufriera, las moronas cayéndosele por entre las montañas de su escote con cada mordisco que daba.

“Ambos murieron de un infarto,” el dijo.

“Al menos no sufrieron.”

“Ya lo sé.”

Él le ofreció más galletas, esperando poderle ver más de su cuerpo de diosa que tenía, pues haría cualquier cosa por esa chica que le robaba el alma.

“Mis padres compran coca en la cordillera central,” ella le dio hojas secas y sin ningún olor, que tenia adentro de su bolsillo.

“Ponlas en tu boca,” le dijo. “Los indios las mastican durante sus viajes por las montañas”

Homero se los imaginaba haciendo cola en el almacén para comprar su mercancía de primera clase, antes de que ella le cogiera sus manos, haciendo que se erizara su corazón.

“Tu vida se acabara con el sol,” ella dijo.

“Como lo sabes?”

Ella siguió la línea más larga de su mano con dedos olorosos y suaves.

“Pues eres especial,” ella dijo.

Homero asintió. “Nací durante un eclipse del sol.”

“Eso lo explica todo.”

Homero le mostro los papeles que José había dejado en el suelo, llenos de garabatos que él no entendía cuando le quería chupar las tetas.

“José era mi amigo invisible,” el dijo. “Solo yo lo veo.”

“Nadie es invisible.”

“No sabes nada,” el dijo.

“Me puedes llamar María.”

“María,” el dijo. “Me ayudarías a traducir los papeles?”

“Cuando me quede tiempo.”

María vivía en una habitación pequeña, con un baño, una cocina y tres camas donde dormían todos, pero algunos de sus hermanos se acostaban en el suelo. Todo esto era muy interesante para Homero, quien tenía de todo en su vida.

“He visto ratas en la letrina,” ella dijo.

“Que es una letrina?”

“Es un hoyo en el suelo que sirve de inodoro.”

“No te caes adentro?” él le pregunto.

“Ya estoy acostumbrada.”

Homero vio como su crucifijo se movía sobre sus senos, cada vez que ella hablaba, se la tendría que comer de a poquitos para calmar su hambre.

“Te acostarías conmigo esta noche?” le pregunto.

“Nos tenemos que casar primero,” ella dijo.

María no aceptaba la oferta de su lecho ni aunque tuviera que dormir con el resto de su familia en la misma cama y las ratas le mordieran los pies.

“Yo te comprare una casa cuando tenga plata,” el dijo.

“Te olvidaras de mi,” ella dijo. “Eso dicen tus manos.”

“Vamos al sótano,” él le dijo.

Después de besarle los labios húmedos que sabían a café, él le toco los pechos bajo su blusa donde su corazón le palpitaba urgentemente.

“Vienes conmigo?” él le pregunto.

“No.”

El tiempo paso en cámara lenta, cuando ella dejo que él le tocara su cuerpo por la primera vez atrás de las cortinas, cobijándolos de los males del mundo flotando hacia el infinito.

“Yo soy virgen,” ella dijo.

Homero mastico su coca oyéndola hablar de su pureza, antes de levantarle la falda para mirar por una última vez esos calzones que habría comprado en el mercado con la plata de su trabajo.

“Hemos tenido algo fantástico,” le dijo

“Te lo soñarías.”

“Dos y dos son siete,” el dijo.

“Estarás loco.”

Él le mostro la carta con unas fotos que el tío les había mandado hacia unos días, en donde la estatua de la libertad levantaba su antorcha bajo un cielo de color plomizo.

“Hay muchos edificios,” ella dijo. “Deben de tener muchas escaleras.”

“La gente usa ascensores,” el dijo.

“Que es eso?

“Son cajas de metal que viajan a todos los pisos.”

Homero se acordó de su niñez en un almacén lleno de cajas, cuando sus padres no ganaban mucha plata. El tío Hugo, que vivía en ese país del norte, lo había llevado a la feria donde había visto a la mujer con barba y al niño que cabía en la caja más pequeña, aunque Homero había aprendido ha enfurecer al hombre gorila y a la mujer camello con su pistola de agua que le habían dado de regalo en su cumpleaños.

“Mi madre dono plata para los gamines,” El dijo.

Homero lloro en los brazos de María, pensando en toda la plata que su madre le había dado al mundo.

“Se irá directamente al cielo,” ella le dijo.

Las obras de misericordia de su madre habían pasado desapercibidas por la humanidad, peleando contra los males del mundo conocido.

“Quiero llamar al almacén, el Baratillo,” Homero le dijo.

“Me gusta el nombre.”

El la llevo al sótano, donde un bombillo interrumpía las tinieblas, entre las telarañas y otras abominaciones, escondidas en los rincones.

“Quédate conmigo esta noche,” él le dijo.

“Me tendrás que alcanzar primero.”

María corrió por las escaleras, dejándolo solo con las telarañas del sótano y la calma del día.

“Ya vienes?” la voz de María lo volvió a la realidad.

Homero miro al sótano por una última vez, para cerciorarse que no había nadie antes de subir las gradas.

“No me gustan tu trucos,” ella dijo cuando el apareció en la cocina.

“Me perdonas?”

A ella no le interesaba que él hubiera visto cosas inexplicables durante sus momentos de soledad, pero eso eran las mujeres para él.

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