Siete minutos en Español
sábado, 17 de marzo de 2012
sábado, 3 de diciembre de 2011

Homero jugaba con sus botes en las orillas de un pozo que había hecho con sus palas, pero estos naufragaron en el lodo, matando a las hormiguitas que lo molestaban en el agua sucia, cuando una mujer alta, y con el pelo atado en un moño apareció a su lado.
“La comida esta lista,” ella dijo.
Esas palabras hicieron que Homero volviera a la realidad. Tenía que comer si quería conquistar el mundo, eso pensaba mientras se lavaba las manos en el chorro del patio para matar los microbios, después de recoger los juguetes esparramados por todo sitio. La venganza en las hormigas había sido espectacular ya que ellas no lo dejaban jugar con sus carros en el barro del patio.
“Tu padre está esperando,” la mujer le dijo.
Homero se saco el barro hacinado en sus manos durante su juego en el jardín, entre las flores que su madre sembraba en los atardeceres tristes para que la gente las admirara, si no tenían más que hacer.
“Ya vienes?” su madre le pregunto.
Homero la siguió por entre las begonias y otras flores sin nombre, atrayendo a las abejas con sus aguijones del infierno al jardín. Un señor pequeño, y con cara redonda los esperaba al lado de una mesa llena de comida que su madre había cocinado toda la mañana, el olor del almuerzo despertándoles el hambre.
“Les tengo una sorpresa,” su padre dijo.
La señora Homero lo miro con ojos de duda, pues su marido no traía sorpresas a la casa, aparte de un día que se había encontrado un perrito en la calle que ella lo había hecho llevar a la perrera municipal a pesar de las protestas de su hijo.
Todos miraban a la puerta, por la que apareció un señor alto y con gafas oscuras, su nariz sepultada por el bigote que no se había afeitado en siglos, al tiempo que el reloj seguía su marcha vertiginosa hacia un punto del que no regresaría más.
“Tío Hugo,” ella dijo. “No lo habíamos visto por mucho tiempo.”
“He estado recorriendo el mundo,” el dijo.
La señora Homero lo abrazo, mientras que la sopa se enfriaba en la mesa, y el niño esperaba a que los adultos acabaran de hablar de cosas incomprensibles.
“Tú has crecido mucho, gordinflón,” el tío interrumpió sus pensamientos.
Ellos se sentaron a la mesa, donde la sopa los esperaba con las verduras y el calabazo, que su madre había cocinado toda la mañana.
“Los peces voladores nos tenían entretenidos todo el tiempo,” el tío dijo.
“Que es eso?” Homero pregunto.
“Son pescados con alas.”
La madre sirvió el sancocho de gallina en su plato, muy bueno para la digestión, interrumpiendo el relato del tío acerca de su viaje a Suramérica.
“Estuve mareado todo el tiempo,” el tío dijo.
“Has debido de tomar un Alka seltzer,” la señora Homero dijo.
Homero se lo imaginaba mirando al horizonte, mientras que el estomago le dolía y el mundo se entristecía con su enfermedad.
“Yo me acuerdo del día que rescataste un dólar,” el tío dijo.
“Lo puso en sus pañales después de volar a las ramas de un árbol,” la madre dijo.
Homero sabía todo lo demás. Una vecina que estaba colgando los pantalones de su marido en la cuerda, los dejo caer al barro y él se fue con la chica del bar de la esquina que no cometía esa clase de errores.
Los niños de los colegios cantaron canciones de gloria por mucho tiempo, mientras que el padre Ricardo exaltaba las cualidades del niño en sus misas cotidianas, una estrella que nunca se ocultaría a pesar de las injusticias de la vida.
“No puedo volar,” Homero dijo.
“Se te habrá olvidado,” su madre dijo.
El tío Hugo encontró una fotografía en su bolsa.
“Tome esta foto con mi primera cámara,” el dijo.
Homero vio un niño gordito y sin mucho pelo, sentado en una silla, esperando la reacción a ese momento en el tiempo cuando su tío había grabado la realidad para siempre.
“La revele en mi estudio,” el tío dijo.
“Esa foto me trae recuerdos,” la señora Homero dijo.
“El tiempo es extraño,” el tío dijo.
“No entiendo.”
“El pasado podría ser el futuro.”
“Tú y tus ideas increíbles.”
La señora Homero conto la historia de su hijo, que había venido al mundo bajo las sombras de un eclipse del sol, una enfermera que no tenía buenos ojos ayudando con el parto, pero después de que su madre había sufrido por unos momentos, la mujer dijo esas palabras famosas:
“Es una niña.”
El padre de Homero siempre había querido un heredero para llevar su apellido, aunque su esposa se puso contenta con las noticias, una hija ayudaría cuando ella se sintiera cansada en la cocina. La enfermera descubrió su error después de expulsar la placenta.
“Parecía un ángel,” la madre dijo.
“Que recuerdos tan lindos,” el padre dijo.
La señora Homero se seco las lágrimas, al tiempo que miraba las fotos en la pared, donde Homero sonreía en una y trataba de caminar en otra, aunque el sol se había ido al comienzo de su vida. El tío Hugo encontró un centavo con la imagen de George Washington en su bolsillo.
“Ponlo en tu alcancía,” él le dijo. “Te traerá buena suerte.”
“Es un buen niño,” la señora dijo.
Homero miro la moneda por unos momentos en los que el tiempo se alargaba y las manchas en la pared parecían monstruos sin corazón, pero la protegería contra todos los males del mundo.
“Vete a jugar,” la señora dijo.
Los adultos hablaban de otras cosas, antes de él saliera al patio y el sol lo cegara por unos segundos en los que los duendes se lo llevarían a otras tierras, como le decía su madre cada vez que no hacía caso. Un chico con el pelo alborotado y pecas en su cara sucia apareció en medio del desorden del jardín.
“Hola,” Homero le dijo al extraño.
El niño no dijo nada en la nueva realidad en la que el tiempo corría hacia el infinito de otros mundos que no entendía.
“Yo soy José, como tú sabes,” el niño dijo.
“Mentiroso,” Homero dijo.
El extraño mentía mientras se limpiaba su cara con las manos sucias sin importarle un comino el alma de Homero en el medio del patio.
“Yo soy de la selva,” José dijo.
“No te creo.”
Los dos se revolcaron en el lodo que lo cubría todo, pero entonces José paro su ataque.
“Auufff,” Homero dijo.
“Eso que es?”
“Soy un perro.”
“Tienes que hacer así,” el niño le dijo.
El aulló y el perro del vecino empezó a ladrar, la voz de Homero uniéndose al ruido que se oiría por el vecindario. La madre de Homero salió a la puerta.
“Ese perro hace mucho ruido,” ella dijo. “Me voy a quejar al dueño.”
José tenía que ser invisible como muchas cosas en el mundo de tinieblas del que Homero había llegado no hacía mucho.
“No te vio,” el dijo.
“Quien?”
“Mi madre.”
Las estrellas habían salido atrás del árbol, el tiempo jugándole trucos como en otras realidades, existiendo en otro sitio del plano existencial.
“El tiempo no existe,” el niño dijo.
“Mi padre tiene relojes en la casa.”
“Pues no funcionan.”
El niño corría alrededor del árbol cantando cosas incomprensibles o habría tomado mucho aguardiente como lo hacía la gente del mercado en días de fiesta.
“Dos y dos son siete,” José dijo
Homero lo miro en desafío. “Eso no es así.”
“Yo digo lo que quiero.”
“Es tu boca.”
“Claro está.”
Las sombras lo llenaron todo hasta que la noche invadió la ciudad, y el patio se sumió en la penumbra donde mundos diferentes se peleaban entre sí a pesar de que había sido día hacia solo unos minutos.
“Debes de ser un brujo,” Homero dijo.
“Que es eso?”
“Hacen magia.”
Homero trato de ver la brujería que José tendría bajo sus pupilas como su madre lo habría hecho.
“Te tienes que acordar,” el niño dijo.
“Acordarme de qué?”
“Ya verás.”
Homero quería jugar a algo más, antes de que su madre lo llamara a la casa, pero el niño se desvaneció hasta que la luz del bombillo le penetraba por los calzoncillos que no se habría cambiado nunca.
“Me viste en las sombras,” le dijo.
“No lo sé,” Homero dijo.
“Se te olvido.”
Los truenos interrumpieron la conversación, gotas de agua cayendo alrededor suyo como si fuera un diluvio pero José se había ido entre la noche.
“Estará hechizado,” Homero dijo.
Los truenos le contestaron, su madre apareciendo en la puerta como un fantasma del día de las brujas.
“Éntrate antes de que te mojes,” ella le dijo.
Homero recogió unos papeles llenos de garabatos que alguien había tirado al suelo.
“Bótalos a la basura,” su madre dijo.
Homero los puso entre sus juguetes a un lado del corredor antes de seguirla hacia la luz de la cocina iluminándolo todo, pues el niño se habría ido a otro universo.
El tío hablaba acerca de las estrellas del cine, que habían posado al lado suyo unas cuantas veces, mientras mostraban sus curvas, quemadas por el sol.
“Son mujeres muy hermosas,” les dijo.
“Cásate con una de ellas,” la madre dijo.
“Marylin Monroe se paro al lado de un ventilador,” el tío dijo.
“Quién es?”
“Una mujer muy linda.”
“La quisiera conocer.”
“No es mi novia.”
Homero escuchaba la conversación, pensando en su amigo de la noche.
“Te debes de acostar,” su madre dijo.
“No tengo sueño,” Homero dijo.
“Ya tendrás.”
Una vez en su cuarto, Homero vacio la alcancía en la cama donde cayeron las monedas que había juntado durante los meses, pero la de su tío era la más bonita.
Tendría que pelear con los espíritus de la noche como José lo habría hecho, persiguiéndolo desde su nacimiento en lejanas tierras de las que Homero no se acordaba.
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